sábado, 18 de septiembre de 2010

Los Polvos del Virrey.

SUCEDIDO DEL PORTAL DE MERCADERES Y ESQUINA DE PLATEROS

No refieren las crónicas callejeras, esas crónicas amenas que escuchamos en platicas sabrosas con los viejos, ni el nombre verdadero del protagonista, ni la época cierta en que acaeció el sucedido que hoy lanzamos a los vientos de la publicidad.

Pero el hecho fue tan cierto, como que todos los hombres son mortales, física, ya que no intelectualmente, pues de los académicos se dice que no lo son. Y el que dude puede consultar las citadas y verídicas crónicas, tan antiguas como sus autores.

Allá en el siglo XVII, como ahora, muchos no podían salir de perico-perros.

En la Secretaria de Cámara del Virreinato de Nueva España, había un oficial escribiente, de aquellos que se momifican en su empleo y que a su muerte no sirven ni de pasto a los gusanos.

El sueldo apenas le era suficiente para vivir en una casa de vecindad, mantener a una esposa, obesa por hidrópica, y a una docena de escuálidos nenes, seis del sexo bello y los otros del masculino; pero todos extenuados por los ayunos.

Sentado en un gigantesco banco de tres pies, inclinado sobre la papelera despintada de la oficina, garabateando pliego tras pliego de minutas, nuestro hombre, a quien llamaremos D. Bonifacio Tirado de la Calle, pasaba las mañanas, las tardes, y aún los días enteros, de mal humor, aburrido, esperando con ansia la hora de comer y en especial la noche en la que, con su cara mitad, se consagraba al cultivo de jardines en el aire, tarea tan improductiva como inocente.

No había sorteo de la Real Lotería en que no jugara con afán, ¡y con qué ahínco desdoblaba el billete para ver si su número aparecía en la lista, que con toda puntualidad publicaba la Gaceta de D. Manuel Valdés!

Pero nada, la suerte siempre le era esquiva, y por centenar más y por unidad menos, el premio gordo caía en números de otros más afortunados que el buen D. Bonifacio.
Desesperado de esta situación, resmas de memoriales había escrito pidiendo un ascenso en las vacantes, y calvo se había quedado de arrancarse los cabellos en sus horas cotidianas de tribulación.

Cierto día en que el destino parece que se empeñaba en notificarle más, pues su mujer, su único consuelo, y sus hijos, sus futuras esperanzas, se habían disgustado con él porque no los había llevado a la feria de San Agustín de las Cuevas, D. Bonifacio, al entrar en la oficina, gruñó sólo un saludo a sus colegas, se sentó en el tripié, se reclinó sobre el apolillado escritorio, la cabeza entre las manos y la mirada fija en las vigas del cedro secular, que sostenía la techumbre de la sala del Real Palacio en que se hallaba.

De repente el banco de tres pies rechinó por un movimiento brusco de D. Bonifacio, los ojos del buen calvo brillaron iluminados por la musa que inspira las risueñas esperanzas; tomo la de ave, y en papel sellado para el Bienio corriente, deslizó la pluma por espacio de veinte minutos, hasta que el ruido especial que produce ésta cuando se firma, indicó que había terminado. En efecto, puso rúbrica, echó arenilla, escribió la dirección, y después de tomar su sombrero, su bastón y de dirigir un amabilísimo "¡buenas tardes, señores!" risueño y como unas pascuas encaminó sus pasos hacia la sala en que se encontraba el Secretario de Su Excelencia.


¿Qué había escrito? Un nuevo memorial al Excelentísimo Señor Virrey, Capitán General y Presidente de la Real Audiencia de Nueva España.

Y una tarde, D. Bonifacio Tirado de la Calle encontrábase en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros, precisamente frente al lugar donde se colocaba desde aquellos remotos tiempos, el cartel del Coliseo. Se conocía que esperaba algo con ansiedad, pues su vista no se desviaba un ápice del Real Palacio.

Transcurrieron breves instantes. Los pífanos de la guardia de alabarderos anunciaron que el Excelentísimo Señor Virrey salía a pasear. Nuestro D. Bonifacio se estremeció. Un sudor frío recorrió todo su cuerpo; sintió como un hueco en el estómago y su corazón latía como si dentro le repicaran; pero espero con ansia aunque resignado.

Ya se acercaba el Virrey seguido de lujoso acompañamiento. D. Bonifacio sentíase aturdido. Como relámpagos cruzaron por su mente los desengaños de otros días, y una próxima esperanza le hacía ver color de rosa el lejano horizonte en que se destacaban el Real Palacio y la comitiva que ya iba a desfilar delante de su persona.

El Virrey, montado en magnífico caballo prieto, al llegar a la esquina del Portal, estiró las bridas del noble bruto, que arrojando blanca espuma por entre el freno que tascaba, se detuvo, respiró con fuerza y levantó las orejas de su primorosa cabecita, al encontrar sus ojos negros la pálida figura de C. Bonifacio.

El Virrey, con amable sonrisa, saludó a nuestro hombre, sacó con pausa del bolsillo una rica caja de rapé, de oro, con preciosas incrustaciones y ofreciéndosela, preguntó:

-Tirado de la Calle, ¿gusta vuestra señoría?
-Gracias, Excelentísimo Señor: que me place - Contestó el interrogado, acercándose hasta el estribo y aceptando con actitud digna, como de quien recibe una distinción que merece.

Despidióse el Virrey con galantes cumplidos que fueron debidamente correspondidos: y esta misma escena se repitió durante muchas tardes, en la esquina del Portal de Mercaderes y Plateros. La fortuna de nuestro hombre cambió desde entonces. Por toda la ciudad circuló la voz de que D. Bonifacio Tirado de la Calle gozaba de gran influencia con el Virrey, y que éste tenía la única, la excepcional deferencia de ofrecerle tarde con tarde un polvo en plena esquina del Portal de Mercaderes y la calle de Plateros.

Muchos acudieron a la casa de D. Bonifacio en busca de recomendaciones, y muchos también le colmaron de obsequios.

D. Bonifacio Tirado de la Calle representaba su papel a las mil maravillas.

Se hacía a veces el hipócrita, diciendo que no valían nada sus recomendaciones, y otras se daba más humos que el portero de Su Excelencia. Empero los regalos menudeaban, la fama vocinglera daba más fuertes trompetazos cada día, y uno de ellos llegó a oídos del Virrey quien llamó a nuestro hombre y le dijo:

-He comprendido todo. Merece vuestra merced un premio por su ingenio.

Inútil nos parece reproducir el contenido del Memorial de D. Bonifacio; el lector lo habrá adivinado; y sólo añadiremos que el Virrey afirmaba que hubiera sido un mezquino el que no accediera a esa solicitud; detenerse en la esquina, ofrecer un polvo y marcharse.

Cuentan que D. Bonifacio Tirado de la Calle aseguró el porvenir de su familia.

Y ya se ve que lo aseguró, pues agregan las citadas crónicas callejeras que labró una fortuna con los polvos del Virrey.

El Callejón del Muerto.

Tenía este don Tristán de Alzúcer a un buen amigo y consejero, en la persona de su ilustrísima, el Arzobispo don Fray García de Santa María Mendoza, quien solía visitarlo en su comercio para conversar de las cosas de Las Filipinas y la tierra hispana, pues eran nacidos en el mismo pueblo. Allí platicaban al sabor de un buen vino y de los relatos que de las islas del Pacífico contaba el comerciante.

Todo iba viento en popa en el comercio que el tal don Tristán decidió ampliar y darle variedad, para lo cual envió a su joven hijo a la Villa Rica de la Vera Cruz y a las costas malsanas de la región de más al Sureste.

Quiso la mala suerte que enfermara Tristán chico y llegara a tal grado su enfermedad que se temió por su vida. Así lo dijeron los mensajeros que informaron a don Tristán que era imposible trasladar al enfermo en el estado en que se hallaba y que sería cosa de medicinas adecuadas y de un milagro, para que el joven enfermo de salvara.

Henchido de dolor por la enfermedad de su hijo y temiendo que muriese, don Tristán de Alzúcer se arrodilló ante la imagen de la Virgen y prometió ir caminando hasta el santuario del cerrito si su hijo se aliviaba y podía regresar a su lado.

Semanas más tarde el muchacho entraba a la casa de su padre, pálido, convaleciente, pero vivo y su padre feliz lo estrechó entre sus brazos.

Vinieron tiempos de bonanza, el comercio caminaba con la atención esmerada de padre e hijo y con esto, don Tristán se olvidó de su promesa, aunque de cuando en cuando, sobre todo por las noches en que contaba y recontaba sus ganancias, una especie de remordimiento le invadía el alma al recordar la promesa hecha a la Virgen.

Al fin un día envolvió cuidadosamente un par de botellas de buen vino y se fue a visitar a su amigo y consejero el Arzobispo García de Santa María Mendoza, para hablarle de sus remordimientos, de la falta de cumplimiento a la promesa hecha a la Virgen de lo que sería conveniente hacer, ya que de todos modos le había dado las gracias a la Virgen rezando por el alivio de su v&aacutestago.

-Bastará con eso, -dijo el prelado-, si habéis rezado a la Virgen dándole las gracias, pienso que no hay necesidad de cumplir lo prometido.

Don Tristán de Alzúcer salió de la casa arzobispal muy complacido, volvió a su casa, al trabajo y al olvido de aquella promesa de la cual lo había relevado el Arzobispo.

Mas he aquí que un día, apenas amanecida la mañana, el Arzobispo Fray García de Santana María Mendoza iba por la calle de La Misericordia, cuando se topó a su viejo amigo don Tristán de Alzúcer, que p&aacutelido, ojeroso, cadavérico y con una túnica blanca que lo envolvía, caminaba rezando con una vela encendida en la mano derecha, mientras su enflaquecida siniestra descansaba sobre su pecho.

El Arzobispo le reconoció enseguida, y aunque estaba más p&aacutelido y delgado que la última vez que se habían visto, se acercó para preguntarle.

- A dónde vais a estas horas, amigo Tristán Alzúcer?
- A cumplir con la promesa de ir a darle gracias a la Virgen-, respondió con voz cascada, hueca y tenebrosa, el comerciante llegado de las Filipinas.

No dijo más y el prelado lo miró extrañado de pagar la manda, aun cuando él lo había relevado de tal obligación.

Esa noche el Arzobispo decidió ir a visitar a su amigo, para pedirle que le explicara el motivo por el cual había decidido ir a pagar la manda hasta el santuario de la Virgen en el lejano cerrito y lo encontró tendido, muerto, acostado entre cuatro cirios, mientras su joven hijo Tristán lloraba ante el cadáver con gran pena.

Con mucho asombro el prelado vio que el sudario con que habían envuelto al muerto, era idéntico al que le viera vestir esa mañana y que la vela que sostenían sus agarrotados dedos, también era la misma.

-Mi padre murió al amanecer -dijo el hijo entre lloros y gemidos dolorosos-, pero antes dijo que debía pagar no sé qué promesa a la Virgen.

Esto acabó de comprobar al Arzobispo, que don Tristán Alzúcer estaba muerto ya cuando dijo haberlo encontrado por la calle de la Misericordia.

En el ánimo del prelado se prendió la duda, la culpa de que aquella alma hubiese vuelto al mundo para pagar una promesa que él le había dicho que no era necesario cumplir.

Pasaron los años...

Tristán el hijo de aquel muerto llegado de las Filipinas se casó y se marchó de la Nueva España hacia la Nueva Galicia. Pero el alma de su padre continuó hasta terminado el siglo, deambulando con una vela encendida, cubierto con el sudario amarillento y carcomido.

Desde aquél entonces, el vulgo llamó a la calleja de esta historia, El Callejón del Muerto, es la misma que andando el tiempo fuera bautizada como calle República Dominicana.

Inundación.

Hace como una hora, se ha inundado mi casa.

Todo empieza con unos relámpagos abundantes y unos truenos huecos. Un rato después, agua a gran escala. Se corta la luz en tres ocasiones. Dos primeras breves y una última definitiva, en la cual recojo mi linternita de mano (que siempre tengo a mano o que, en casos como hoy, siempre sé dónde queda).

Vemos como el agua baja lentamente por la calle, aumentando su caudal hasta puntos superiores al bordillo de la acera. Salgo al corral y quito la trampilla de la alcantarilla, con gran dificultad por el exceso de agua que sobre ella se acumula y por las frías y chocantes gotas que se abalanzan sobre mí. Con temor de que entre al bar (que se encuentra a una altura idéntica a la de la acera) falcamos una tabla de madera en la puerta, con unas bolsas de plástico debajo. Así impedimos que el agua entre.

Mis padres se acuestan y mi hermana y yo nos quedamos limpiando el bar. Ambos nos quedamos unos minutos viendo cómo el agua sube por el bordillo y está a punto de entrare en el bar. Mi madre se levanta y grita: <<¡¡AAARRRGGG, ****², EL AGUA HA ENTRADOOOOO!!>>. Mi hermana y yo vamos corriendo hacia dentro, a la vivienda.

DOS DEDOS DE AGUA dentro de casa. Ambos soltamos un “¡¡COÑO!!”. Rápidamente cogemos fregonas, escobas, recogedores y cubos y nos disponemos a achicar agua. Mi padre, mientras tanto, averigua por qué la alcantarilla no traga.

Tras más de media hora achicando agua y habiendo subsanado el fallo en el alcantarillado, logramos estabilizar el hogar y recuperar algo de normalidad. Yo me quedo pensando: “si mi madre no se hubiera levantado, cuando hubiéramos acabado de limpiar, ¿a qué nivel llegaría el agua?”.

Todo tiene una explicación y es todo por lo mismo. Esta casa es una mierda. Está cimentada sobre escombros. El alcantarillado que posee esta mierda es insuficiente para la cantidad de agua que ha caído hoy aquí.

Hoy nos ha pillado despiertos… ¿Y si algún día no tenemos esa suerte?

²Nota = (****= nombre de mi padre).