Ahora que mi vida toca a su fin, quiero contaros lo que me sucedió aquella noche.
Hacía unos meses que todo carecía de sentido para mí. Alicia, mi dulce y bella esposa, se moría y nadie en el mundo podía evitarlo. No creo ser capaz de expresar con palabras el dolor que yo sentía. Tal vez lo comprendáis si os digo que era como una pesada losa cobre mi espalda que, día a día, me aplastaba cada vez un poco más.
Cuando sabes que un ser amado se muere y lo ves marchitarse lentamente, también algo se muere dentro de ti. Soledad amarga la que nos invade ante el olor de la muere. Porque la muerte huele. No se deja ver nunca, mas se nota su presencia. Se mueve muy despacio por todos los rincones, oscuro y silencioso. Con su manto invisible nubla nuestras mentes, dejando sólo tristeza, amargura y, sobre todo, terrible impotencia ante lo inevitable, ante lo que nunca nadie está totalmente preparado.
Alicia siempre restó importancia a aquellas molestias. Nunca se preocupó hasta que fue demasiado tarde. ¿Cómo pude estar tan ciego? ¿Por qué nunca sospeché nada? Lo que realmente me obsesionaba, lo que no podía quitarme de la cabeza, era el hecho de que un simple chequeo médico a tiempo la habría salvado.
Aquella noche, como tantas otras, sentado frente a la chimenea imaginé que pedíamos hora para una consulta: análisis, radiografías, una sencilla operación y al final, sólo un pequeño susto que el tiempo se habría encargado de borrar. También como cada noche, desperté de mi fantasía para caer nuevamente en la triste realidad. No se puede volver atrás en el tiempo. Al menos, eso creía yo.
Arropado por el cálido resplandor de las llamas en el hogar y con la complicidad de las tinieblas nocturnas, me eché a llorar como un niño. Mas mi llanto no logró calmar la rabia ni el dolor. Quería desahogarme a toda costa, romper algo si era preciso. Mis nervios se crispaban por momentos y todos los músculos de mi cuerpo adquirían poco a poco una tensión inusitada.
Clavé los dedos en la tapicería del sillón y apreté con fuerza las mandíbulas hasta que las oí crujir. El cerebro me estallaba. Entonces perdí el sentido.
Ignoro si aquel desvanecimiento tuvo algo que ver con lo que sucedió a continuación. Doy mi palabra de que jamás me inicié en rito satánico alguno ni practiqué o tuve contacto con la magia negra. Por tanto, aún hoy sigo preguntándome cómo y por qué esa noche apareció el diablo en el interior de mi chimenea. Aunque supongo que eso ya carece de importancia.
-Creo que necesitas ayuda. Yo te la puedo prestar si estás dispuesto a pagar el precio.
No hubo tiempo ni lugar para la incredulidad o el miedo. Aquellas palabras suponían el renacer de una ilusión perdida hacía mucho y que nunca antes soñé recuperar.
- ¿Puedes sanar a mi esposa?
- ¿Por quién me has tomado? ¡Yo soy el diablo! ¡Provoco enfermedades, jamás las curo! Sin embargo, puedo concederte poder sobre las personas, sobre el espacio y… sobre el tiempo.
“Ya está – pensé – Esta ocasión no se presentará dos veces. Es mi única esperanza”.
- Quiero volver al pasado. Pagaré lo que sea.
- Muy bien. Firma este contrato.
Firmé, como no. Y mi propia sangre selló el pacto. El precio, mi alma inmortal. Tal vez un sacrificio demasiado grande, si se medita con calma, pero ¿qué habríais hecho en mi lugar?
De súbito, las manecillas del reloj comenzaron a girar muy rápidamente en sentido contrario. A través del ventanal, las luces de los días y las sombras de las noches se alteraban a una velocidad increíble. Sentí vértigo y casi creí volverme loco, mientras infinidad de brillos y destellos relampagueaban a mi alrededor, cambiando de color e intensidad sin pausa ni medida.
Cuando todo volvió a la normalidad, vi que ya no era de noche ni me hallaba en el salón de mi casa. Estaba sentado en un banco de madera bajo la sombra de un árbol, y tenía un periódico entre las manos. ¡La fecha era de diez años atrás!
No volví a saber de aquel ser demoníaco, pero algún día sé que nos encontraremos de nuevo. Es lo justo. Él ha cumplido su parte del pacto y supongo que no es culpa suya si el destino ha querido jugarme una mala pasada. O tal vez sí.
Pero eso ya no importa. Nada importa ya. Veréis lo que me sucedió.
Podréis imaginaros mi alegría al recuperar a Alicia. No todo el mundo tiene una segunda oportunidad en la vida y yo no estaba dispuesto a desaprovecharla. Pasamos unos años maravillosos, con la tranquilidad de conocer nuestro futuro. Naturalmente, nunca le conté a ella mi secreto. ¿Cómo le diríais a vuestra esposa que habéis vendido el alma al diablo?
Al principio, con motivo de que Alicia no llegase a sospechar nada raro, ambos acudíamos periódicamente a una clínica donde nos practicaban un reconocimiento médico exhaustivo. Luego poco a poco fui consiguiendo que se acostumbrara a ir sola. Lo cierto es que los dichosos chequeos me salían por un ojo de la cara. Por supuesto, no era cuestión de preocuparse por el dinero, pero no había necesidad de malgastarlo. Ella era la predestinada a enfermar, no yo. De eso siempre estuve totalmente convencido. ¡Qué idiota fui…!
Son ya siete las semanas que llevo desahuciado. No tengo fuerzas para levantarme de la cama, ni para comer, ni siquiera para hablar. Paso los días amorronado. Al menos, los calmantes van bien para el dolor. ¡Qué ironía! ¡Qué gran sacrificio para salvarla a ella y ahora soy yo el que está esperando la muerte! Pobre Alicia, lleva horas velándome. Y así todos los días. Si me quedara aliento le diría que se marchase a descansar, que no vale la pena permanecer aquí, amargándose.
Sé lo mal que lo estará pasando. Yo estuve una vez en su lugar. Pero pronto dejará de sufrir. Siento que se acerque mi muerte. ¡Dios mío, qué me espera después! ¿Qué es lo que hice? No es justo. No es justo. Ya casi… no puedo pensar… Tengo… sueño… Es el fin… Adiós, Alicia, mi amor.
¡Qué sensación más agradable! Siento como si flotara. Veo una luz maravillosa y me dirijo hacia ella. Es increíble. Me encuentro tan bien, tan bien… ¡No! ¿Qué está pasando? ¡Algo me aparta de la luz! ¡Me arrastra, me atrae a las tinieblas! ¡Oh, pero miro abajo! ¡Si soy yo! ¡Y Alicia! ¡Ayúdame, no quiero ir al infierno, no quiero! ¿Cómo? ¿Qué es lo que tratas de decirme?
- No sé si aún puedes escucharme, pero necesito aliviar mi conciencia aunque sea tarde ya. Una vez estuve muy, muy enferma. Sabía que iba a morir. Y mientras yo sufría lo indecible, tú parecías tan sano, tan lleno de vida… Perdóname, cariño, pero ¡llegué a odiarte tanto! Así que ¿puedes creerlo? Vendí mi alma al diablo a cambio de que el mal pasara a ti. Perdóname si puedes. No sabía lo que hacía. En ese estado no se piensa racionalmente. Sabe Dios que me he arrepentido mil veces desde entonces, pero lo hecho, hecho está. Al menos tú tendrás descanso donde quiera que estés. A mí me espera la condenación eterna.
Los horrores que aquí estoy padeciendo no pueden compararse con ningún dolor humano. Sufro terriblemente y no cabe esperar alivio ni en el desmayo ni en la muerte, porque yo estoy muerto. Y así será por toda la eternidad. Sin embargo, aún tengo fuerzas para reír a carcajadas, con tal estruendo que incluso el diablo se asusta de mí.
Río pensando en el momento en que mi querida esposa, a quien tanto amé y por quién tanto di venga a hacerme compañía.